XIV Especial Cementerios. ‘El reconocimiento patrimonial de los cementerios. Demasiadas asignaturas pendientes’. Por F. Javier Rodríguez Barberán

En septiembre del pasado año 2023, durante la reunión en Riyadh (Arabia Saudí) del Comité encargado de la gestión de la lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO y de las nuevas declaraciones que se van incorporando a la misma, se produjo un hecho muy reseñable: en la ya extensa relación de bienes materiales que cuentan con ese reconocimiento –la última estadística oficial del organismo sitúa el total en 1.223, de los cuales 952 pertenecen a la categoría de bienes culturales, siendo el resto bienes naturales o mixtos– volvieron a aparecer los cementerios. Se procedía a incluir dentro de dicha lista los cementerios y ‘lugares de memoria’ –‘memory sites’ en el texto oficial– de la I Guerra Mundial en el frente occidental, con una declaración transnacional que comprendía territorios de Francia y Bélgica. Al margen de que debemos sin duda alguna congratularnos de este hecho, si he usado la expresión volvieron a aparecer responde a algo totalmente intencionado. Para ello hay que dar marcha atrás en el tiempo casi tres décadas.
Un patrimonio sin reconocimiento real
En 1994 el Comité correspondiente de la UNESCO declaró como parte integrante del Patrimonio Mundial el Cementerio del Bosque de Estocolmo, proyecto desarrollado durante la primera mitad del siglo XX por los arquitectos Erik Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz. La candidatura sueca había sido ya debatida con anterioridad, pero fue entonces cuando se produjo la aceptación. En las actas de la sesión se indicaba que el cementerio, y traduzco literalmente la justificación, “(era) el más influyente y mejor conservado de los cementerios-del- bosque (sic) y un ejemplo sobresaliente de un paisaje cultural diseñado (sic)”–. Al margen de algunas reflexiones que este texto podría provocar, creo más interesante para los objetivos de este artículo un hecho incontestable: por ceñirme tan solo al conjunto de obras que la UNESCO reconoce con la condición de patrimonio mundial, el término cementerio aparecía aquí por primera vez, y debió esperar casi treinta años para tener un segundo momento de visibilidad. Que nadie busque por tanto alguna de las grandes necrópolis del mundo occidental, o conjuntos –de la escala territorial que sea– de cementerios contemporáneos, esto es, surgidos de las reformas ilustradas a partir del siglo XVIII. La ausencia es atronadora. Como si los espacios de la muerte más cercanos al tiempo presente fueran un tema tabú, solo encontraremos numerosas necrópolis o monumentos con uso funerario de la Antigüedad, o sitios arqueológicos de las edades Media y Moderna con esa función. Y si, con gran generosidad, abrimos algo el campo de la visión, aparecen en la denominada Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad –elaborada también por la UNESCO, aunque fuera del registro que estamos analizando– las “fiestas indígenas (sic) dedicadas a los muertos” de México. ¿Puede negarse pues que nuestros cementerios y la compleja realidad antropológica, cultural, artística y arquitectónica a ellos vinculada, son todavía un patrimonio pendiente, un patrimonio periférico respecto a la centralidad de otros ya consolidados, un patrimonio pues sin un reconocimiento real por parte de la sociedad? A partir de aquí convendría pensar en las causas de todo ello, porque desde luego no estamos ante un solo agente que provoque esta anomalía. Empecemos por lo más obvio: la muerte incomoda en el mundo actual. Ni siquiera la pandemia tan reciente ha servido para una reflexión profunda sobre lo importante que sería entender nuestra relación con el final de la existencia, incluyendo los rituales y los espacios que simbolizan la realidad del ser humano ante la muerte. Y si una gran parte de la sociedad encuentra problemas serios a la hora de afrontar esto, ¿podemos pedir que los cementerios tengan una consideración patrimonial comparable –y obsérvese la amplitud del horizonte que despliego– a un templo, un palacio, un yacimiento arqueológico, unas instalaciones industriales o un conjunto de viviendas sociales de los años treinta? Porque sí, bienes de este perfil forman parte de los inventarios patrimoniales de ciudades, regiones o países, mientras que los cementerios apenas si hallan espacio en dichos inventarios.
Políticas de conservación y difusión
Esto conecta con otro hecho incontestable: no es la lista de Patrimonio Mundial la única que parece excluir a los espacios de la muerte contemporáneos. Cuando se revisan los diferentes registros del patrimonio en las escalas que van desde lo local a lo nacional resulta desolador que apenas aparezcan inscripciones de cementerios. Ello trae una consecuencia lógica: al ser estos registros una herramienta fundamental para la tutela de los bienes culturales, la desprotección patrimonial de los cementerios, con su enorme complejidad –titularidad de los espacios y de las sepulturas, con independencia de su naturaleza y condición; valores paisajísticos y urbanísticos de los conjuntos, con una escala de enorme diversidad, a veces casi urbana; coexistencia, no siempre fácil, entre el depósito de memoria del pasado y su condición de servicio activo …–, es manifiesta. Claro que existen excepciones a la norma, y que pueden ir desde alguna ley reciente –la elaborada por la región italiana de Emilia-Romagna es pionera en el reconocimiento específico del patrimonio funerario– hasta los esfuerzos de algunos cementerios –pocos aún para un conjunto de magnitud extraordinaria– para propiciar políticas de conservación y difusión. En este sentido, quiero señalar algo: la aparición de los cementerios en los medios de comunicación en fechas como la festividad de Todos los Santos (1 noviembre) es efímera, como también lo son aquellas actuaciones que tienen lugar en unos días tan concretos y que suelen carecer de continuidad en el largo periodo que separa las conmemoraciones de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos de un año respecto al siguiente. Del mismo modo, deseo advertir con contundencia de otro riesgo: turistificar los cementerios antes que incluirlos con normalidad en el patrimonio cultural sería algo muy grave. Cuando hoy observamos que el gran reto de las ciudades históricas probablemente sea la gestión de los flujos turísticos y la sostenibilidad de su ser cotidiano ante un fenómeno cuyo techo por el momento no se adivina, miremos con atención a los cementerios: visitarlos con respeto o incorporarlos a dinámicas educativas y de contacto cotidiano con la ciudadanía es algo deseable y necesario; convertirlos en un reclamo para visitantes en busca de experiencias singulares –rechazo con contundencia el término necroturismo, detrás del cual creo observar una banalización de algo tan profundo como lo que en el siglo XIX se llegó a llamar la religión de las tumbas–, con actividades a veces de muy dudoso gusto, solo contribuye a alejarlos de una necesaria normalización.
Esfuerzos humanos y económicos
Por último, deseo hacer una llamada que quizás resulte, en el contexto de esta publicación, incómoda, pero que considero de enorme importancia. En torno a la muerte se desarrolla un negocio de grandes dimensiones, con una excepcional contribución al desarrollo económico: no es necesario aquí señalar la tremenda pujanza de un sector que ha sabido y sabe responder a las demandas del tiempo presente, e incluso prever las transformaciones que se vislumbran en el corto y el medio plazo. Esto ha sido posible por medio de la modernización de sus estructuras empresariales, y en ello no es algo menor el componente vocacional que se adivina en la mayoría de los integrantes de dicho sector. Considero además que se ha conseguido incluso hacer desaparecer el estigma de marginalidad que parecía marcar en el pasado las diferentes actividades económicas que el hecho inevitable de la muerte demandaba. Ahora bien: ¿es consciente el sector funerario en su conjunto de toda la carga simbólica y trascendente que los cementerios atesoran? ¿No merecería la pena dedicar esfuerzos humanos y económicos a sacar el patrimonio de los mismos de su situación periférica? Si a las distintas autoridades con competencias en la materia cabe exigirles una política rigurosa de gestión patrimonial de nuestros cementerios, me atrevería a pedirles –a demandarles incluso, si se me permite la rotundidad– a las empresas del sector funerario la puesta en marcha de activos que permitan abrir, en el sentido más digno del término, los cementerios a la sociedad. Es extraordinario el valor de las asociaciones –desde la escala local hasta la internacional– que hace ya tiempo dedican su actividad a la difusión y la tutela de este patrimonio tan singular y también tan complejo en su propia naturaleza. No obstante, considero, a la vista de mi experiencia personal con las mismas, que adolecen todavía de un cierto voluntarismo. Y si me preguntan la causa de todo esto creo encontrarla en la falta de ese esfuerzo humano y económico al que me refería con anterioridad: como en todo patrimonio, hacen falta personas especializadas que hagan del mismo su actividad exclusiva o, al menos, principal; hace falta también contar con fondos suficientes para que la catalogación, la gestión, la tutela, la intervención y la difusión del patrimonio de los cementerios se encuentre en un plano de igualdad con otros. Para que los cementerios no queden fuera de la historia cultural del mundo contemporáneo es imprescindible un esfuerzo importante, y ello requiere una toma de conciencia. Las ideas para impulsar proyectos existen, ya que el debate se ha desarrollado en numerosos foros, desde hace ya décadas, y se cuenta con un conjunto de estudios que me permiten afirmar que la traslación a la práctica no sería una utopía. Sin embargo, todo este pensamiento crítico, si se me permite la analogía, sigue teniendo algo de esas leyes que se quedan en el papel por falta de acompañamiento presupuestario. Me gustaría concluir, pues, con una apelación conjunta al sector público y al privado: si los administrados y los clientes son los del mundo que nos ha tocado vivir, dediquen tiempo y dinero al patrimonio cultural de nuestros cementerios, y la sociedad, estoy seguro, secundará este esfuerzo; éstos no son solo un servicio o un negocio, puesto que en ellos la palabra sagrado no hace referencia a ninguna confesión o credo, sino al vínculo que une las generaciones pasadas con la nuestra, y también a las que han de venir. Creo que merecerá la pena.
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